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El Verso, en el día de la Poesía

Foto del escritor: prensatiroalblancoprensatiroalblanco

Por Carolina Quiroga


La mano de Onán se queja

Yo soy el sexo de los condenados.

No el juguete de alcoba que economiza vida.

Yo soy la amante de los que no amaron.

Yo soy la esposa de los miserables.

Soy el minuto antes del suicida.

Sola de amor, mas nunca solitaria,

limitada de piel, saco raíces...

Se me llenan de ángeles los dedos,

se me llenan de sexos no tocados.

Me parezco al silencio de los héroes.

No trabajo con carne solamente...

Va más allá de digital mi oficio.

En mi labor hay un obrero alto...

Un Quijote se ahoga entre mis dedos,

una novia también que no se tuvo.

Yo apenas soy violenta intermediaria,

porque también hay verso en mis temblores,

sonrisas que se cuajan en mi tacto,

misas que se derriten sin iglesias,

discursos fracasados que resbalan,

besos que bajan desde el cráneo a un dedo,

toda la tierra suave en un instante.

Es mi carne que huye de mi carne;

horizontes que saco de una gota,

una gota que junta

todos los ríos en mi piel, borrachos;

un goterón que trae

todas las aguas de un ciclón oculto,

todas las venas que prisión dejaron

y suben con un viento de licores

a mojarse de abismo en cada uña,

a sacarme la vida de mi muerte.

Manuel del Cabral (Santo Domingo, República Dominicana, 1907-1999)


Pasaje

No es desmateria

el furor

o el dolor de esta piedra que hasta el cuerpo guarda.

Inorgánica

consiste por amor

o por temblor

de no poder amar

lo suficiente

y no acaba con el centro

que la irradia. Cascada

permanece, quebrada,

facetada,

destella para que oigas

que habla

y que no habla. Las palabras

tendrían que ser heridas

de cualquiera,

la distancia

entre el ciervo,

el tigre,

el agua.

Llama lengua a la llama,

beso

a los brazos,

tregua

a los labios que no cesan

de empujarte de regreso

a casa,

cuerpo, caza

de la presa

posada en alta rama.

La piedra necesita

porque

me falta.

Mirta Rosemberg (Rosario, 1951-Buenos Aires, 1999)


Perdí mi juventud

Perdí mi juventud en los burdeles

pero no te he perdido

ni un instante, mi bestia,

máquina del placer, mi pobre novia

reventada en el baile.

Me acostaba contigo,

mordía tus pezones furibundo,

me ahogaba en tu perfume cada noche,

y al alba te miraba

dormida en la marea de la alcoba,

dura como una roca en la tormenta.

Pasábamos por ti como las olas

todos los que te amábamos. Dormíamos

con tu cuerpo sagrado.

Salíamos de ti paridos nuevamente

por el placer, al mundo.

Perdí mi juventud en los burdeles,

pero daría mi alma

por besarte a la luz de los espejos

de aquel salón, sepulcro de la carne,

el cigarro y el vino.

Allí, bella entre todas,

reinabas para mí sobre las nubes

de la miseria.

A torrentes tus ojos despedían

rayos verdes y azules. A torrentes

tu corazón salía hasta tus labios,

latía largamente por tu cuerpo,

por tus piernas hermosas

y goteaba en el pozo de tu boca profunda.

Después de la taberna,

a tientas por la escala,

maldiciendo la luz del nuevo día,

demonio a los veinte años,

entré al salón esa mañana negra.

Y se me heló la sangre al verte muda,

rodeada por las otras,

mudos los instrumentos y las sillas,

y la alfombra de felpa, y los espejos

que copiaban en vano tu hermosura.

Un coro de rameras te velaba

de rodillas, oh hermosa

llama de mi placer, y hasta diez velas

honraban con su llanto el sacrificio,

y allí donde bailaste

desnuda para mí, todo era olor

a muerte.

No he podido saciarme nunca en nadie,

porque yo iba subiendo, devorado

por el deseo oscuro de tu cuerpo

cuando te hallé acostada boca arriba,

y me dejaste frío en lo caliente,

y te perdí, y no pude

nacer de ti otra vez, y ya no pude

sino bajar terriblemente solo

a buscar mi cabeza por el mundo.

Gonzalo Rojas (Lebu 1916-Santiago, 2011)

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