Por Carolina Quiroga
Canto a los hombres del pan duro
Nacen, se reproducen, después mueren.
De cobre son y el cobre los golpea.
Llevan de cobre el corazón y la camisa.
Llevan de cobre las mujeres recias.
Llevan de cobre el ojo y los abuelos,
De cobre son y suenan.
Nacen, se reproducen, después mueren.
Y es de cobre el vapor del caldo escaso,
de cobre el duro tálamo, la higuera,
el defendible hinojo,
la charla sobre el pan, el hasta cuándo,
las mesas de hule roto, la impaciencia
por ver caras alegres, frutillas, casas propias,
amigos bajo el sol, bajo la siesta.
Nacen, se reproducen, después mueren.
Fueron cadetes de la industria,
albañiles de andamios,
fabricantes de cosas inútiles modernas,
paladines del aire y del martillo,
fregadores de pisos, humo de chimeneas.
Nacen, se reproducen, después mueren.
¿Quién obtuvo sus sangres?
¿Quién destinó sus vértebras?
¿Quién los puso de gallos en la aurora
caminando y gritando, pateando y acatando,
hirviéndoles la sangre compañera?
Yo los he visto hastiados hasta decir no quiero,
los he visto matando en frigoríficos,
matando en primaveras
en que todo nacía sin motivo aparente
como nacen las flores;
los he visto con bolsas,
moverse, trabajando, cuando era
la hora de comer,
la hora egregia del amor y del descanso;
los he visto trepados a las torres,
trepados a las viejas
torres, dándoles cal, charlando con los ángeles,
mirando un punto de la tierra,
un solo punto vivo
al cual pertenecían
y por el cual hilaban sus días, sus esencias.
Los he visto volviendo a sus hogares
con la honradez al hombro, mirándose las piernas,
detallándose niños y costumbres,
algunas cosas que suceden,
pisándose las huellas,
hollándose los marzos, los octubres,
los panes sin almuerzo, las amargas cosechas
de frío, las amargas recolecciones para otros
y las amargas siembras
del cobre que resuena en el alma
como un gran acordeón tocando a fiesta.
Yo sé que nacen, sí.
Yo sé: se reproducen. Yo sé: se mueren.
Sé que suenan a cobre, sé que suenan
a rasgadoras fiebres, a pan hermoso y triste.
Tienen hijos de cobre, muy sonoros;
tienen mujeres recias,
cigarrillos baratos en los dedos,
hondas causas vitales manchando sus ojeras.
Están aquí y allá.
Suenan, resuenan.
Son de una gama gris.
Andan y trepan.
Naturalmente cobres, naturalmente solos,
tienen el sol cerrado sobre la mano abierta.
Y un día caen trizados por el tiempo,
con unos ojos amplios hacia el norte
y un pan duro indicando sus presencias.
Son esos hombres duros como el cobre.
Suenan, resuenan.
Mario José de Lellis (Buenos Aires, 1922-1966)
De Cantos Humanos, Ediciones del Escarabajo de Oro, Editorial Stilcograf, Buenos Aires, 1966.

Un hombre camina por la calle,
sobre el asfalto llovido ve saltar otras imágenes.
Se levanta la solapa de un impermeable
que abriga su silencio,
y ciertos espejos retornan como de alguna lejanía.
Ella tenía los ojos tremendamen solos.
Fue allí, donde los relojes se recuestan
sobre la cinta magnética de un disco sin fin
como equilibristas de su propio destino,
porque siempre existen dos en un lugar del mundo,
se amaron sin saber porqué.
Ella viajaba hacia lo imposible de todos los caminos.
Él subía alrededor de una pasión hacia la ruta de un
secreto.
Ellos también soñaron.
Sin embargo los días cayeron al fondo de lo cotidiano.
En la superficie donde los mapas son una
contradicción escrita con fechas de tinta y
rumores –allí se perdieron y la ciudad fue otra porque no la empezaron juntos.
Ella dijo: -Amanece, la noche se suicida en un charco
de sol y los trenes empujaban a las sombras.
(El cadáver de un pájaro se adscribe al vuelo pero muere acá, en la tierra).
Ellos lo comprendieron después,
pero el derrumbe de muchos días los separaba.
Además esperaron más de lo que pudieron ser
por eso los visitó la nostalgia.
Después escondieron la luna detrás de las persianas
porque la intimidad de un tímido es el mejor recurso
para lanzar un grito.
Un hombre camina por la calle
es un desconocido que sueña
y va adquiriendo un rostro familiar.
Sólo un retrato gris sobre el último eslabón
de la memoria limitando su vacío.
Es un pedazo de luz, la acción que lo toma a pleno
gesto de detalle.
Entonces sucede el desvanecimiento de todas las
máscaras posibles.
Y yo me encuentro
apenas despierto,
terminando un poema.
Ella tenía los ojos tremendamente solos
Atilio Castelpoggi (Buenos Aires, 1919-2001)
De Antología poética, Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1998.

Domingo de doce y cenizas
En Buenos Aires llueve ceniza,
cuando el agua
suelta las margaritas al horizonte,
cuando el organito despunta a la vanguardia.
En Buenos Aires los domingos de grapa y silbatina
se trepan como negras sudestadas,
se cuelgan y flamean en los trenes,
que pasan rapantes por Avellaneda,
hasta anclar
en Rocha y la distancia.
Y vamos enlutados entre banderas,
caminando como siameses,
con la sonrisa encarnada,
con la veleta al mediodía,
con el azul y oro
en la molécula,
con la pasión colgada
en las enredaderas de Brandsen,
con el cuerpo destilando gritos,
susurrando mitologías
de hambre a destiempo.
Y la caja cartonera
mirando al cielo y a la visitante
como el último ademán de la especie.
Y se viene como un telón
octubre
y las enramadas.
Y la albahaca de los cielos
se incendia.
Y salen animales ciegos de la tierra,
mirándose el ombligo,
con el ave césar
en la nuca
a masticar el verde,
con la brújula a la alegría,
con el arrabio en la garganta.
Acá estamos
de pie sin llenar plazas,
con un tango a occidente,
soltando las amarras.
Acá estamos
con las esquirlas al aire,
ahogando las cenizas que llueven
en Buenos Aires.
Vengo de un pueblo húmedo,
donde la muerte hace un hueco en la solapa,
donde las hermanas en los cines
-a la hora de la matinéeesconden el chocolate
y la virginidad maltratada.
Porque en este domingo de cenizas
vuelvo a mi ausencia
que pesa una tonelada.
Y vuelvo a la Bombonera
donde una resurrección
se disfraza
en la zurda que pinta una rabona,
en la mano que agita un trapo
o en la misma que un lunes
va al cortejo de ocho horas diarias,
con el refrigerio en el bolsillo,
con el vocablo clausurado,
con una mariposa sumergida
en la galleta y la nostalgia.
Los veo pasar desde el hormigón
y voy con ellos,
tuvimos tapiales y siestas divididas,
y soy como ellos,
cazamos ranas,
desciframos perfumes en Latino,
caminamos la miseria
y el Once.
Remontamos barriletes,
compartimos los estribos del 160,
las piernas de las hembras sacudidas
en las piletas de Ezeiza.
Venimos de pueblos innombrables
de geografías subvencionadas,
con idiomas feudales y homicidas.
Venimos a esta ribera sideral
a morir como plagas,
a descerrajar amores,
a masticar laureles,
a sacrificar palabras.
Venimos a esta tierra de edictos y napolitanos,
de palos a la intemperie,
de trompos y ravioles de ricota,
a enarbolar la existencia
y para no caer desolados
en una isla sin nombre
y sin guitarras.
Javier Tisera (San Nicolás, 1962)
De Animal Islero, SuBeZ editorial, San Nicolás, 2016.
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