El mito del debate político
- prensatiroalblanco
- hace 1 día
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Por Rosario Meza

Es un error frecuente de la minoría intensa politizada ―de la que por otra parte, si está leyendo este texto sin lugar a dudas el lector forma parte, de la misma forma que de ella forma parte la autora― el de sostener enfáticamente el argumento por la necesidad de “dar el debate” político, asumiendo que un problema principal de nuestra sociedad es una ignorancia política de la que ella, la minoría intensa politizada, se siente ajena y a la que planea combatir de esa manera, “dando el debate”. Esto último, además, incluso aunque el sujeto del debate en cuestión (léase: la sociedad argentina) se encuentre completamente al margen no solo de las decisiones políticas sino sobre todo, del interés mismo en la cosa pública.
Y ojo, no se sienta acusado el lector de estar cometiendo un error del que la propia autora no se haya sentido culpable también en cuanto se puso a analizar la cosa. Todos hemos creído en el mito del debate político en algún momento de nuestra vida adulta. Al fin y al cabo, siempre tenemos a la mano como argumento a esgrimir aquella máxima del General Perón que rezaba: “este es un país politizado pero sin cultura política”. De acuerdo con esa afirmación, solo bastaría con modificar la cultura política de la sociedad para conseguir que un pueblo politizado por naturaleza resultase como por arte de magia en sujeto activo de su propia historia.
El problema es que la tarea no es tan sencilla como pareciera a primera vista y eso se debe a diversas razones. En primer lugar, es de hecho cierto que por regla general la sociedad argentina se autopercibe politizada, aunque en rigor de verdad entiende por estar politizado algo muy similar a lo que entiende por pertenecer a una hinchada de fútbol. A esta altura del partido, no existen diferencias sustanciales entre el ejercicio de la militancia por parte de un “peronista” genérico y un “gorila” genérico, siempre entre muchas comillas. La única diferencia está en los colores que uno y otro defienden, pero no existen divergencias programáticas, doctrinarias o prácticas.
Por otra parte, es necesario señalar que a pesar de la propia autopercepción de la sociedad argentina como una sociedad altamente politizada, en términos estadísticos la premisa no se cumple, la inmensa mayoría no se interesa por la política más que en época de elecciones. Y eso es por cierto de lo más legítimo, no todos pueden interesarse en la política de la misma manera que no todos pueden interesarse en el cine, la historia, la astronomía o la astrología. Cada uno de los seres humanos, en su especificidad, posee intereses diversos y eso está bien. Que en nuestra vocación de maestros Siruela sintamos el impulso de explicarle a la mayoría despolitizada que del ejercicio de su “conciencia ciudadana” dependen presuntamente las condiciones materiales de su subsistencia no hará que como por arte de magia la mayoría en cuestión comience a interesarse por la política. En general, a nadie le gusta que lo sermoneen.
Debatir en el aire
El asunto es que dentro de la ínfima minoría que efectivamente se encuentra inmersa en la discusión pretendidamente política pocos saben que en verdad no conocen nada de los entretelones del poder. Esa es una situación peor que la de no estar enterado de nada de lo que pasa: el verdadero problema es que muchos de los autopercibidos “politizados” ni siquiera saben que no tienen la menor influencia sobre la toma de las decisiones que hacen a la vida cotidiana de la sociedad, de la misma manera que no tienen la menor idea de lo que en realidad conversan entre ellos y a solas los actores políticos.
Es una paradoja tan antigua como la alegoría platónica de la caverna, que se mantiene vigente incluso pasando por alto el principio socrático de “Solo sé que no sé nada”. Mientras unos permanecen en una ignorancia consciente, sabiendo que no saben nada de la política porque poco les interesa, otros creen saber más que el resto desconociendo que apenas repiten un guión previamente autorizado por el poder. Y en ese contexto, los “politizados” proponen “dar el debate” en política, con el resultado obvio de que sus pretensiones caen en saco roto. Ni los otros “politizados” pretenden debatir seriamente proyectos o principios doctrinarios ni los temas planteados como materia de debate resultan relevantes para garantizar progreso y bienestar general y todo aquel que se encuentre por fuera de la minoría intensa politizada se aburre bastante cada vez que algún intenso hace el intento de acercársele con sus pancartas en mano, a defender banderas por muchos pisoteadas, significantes vacíos y consignas que no le dan de comer a nadie.
Es una encerrona, claro está. El debate político constituye un mito en una sociedad dependiente como la nuestra, donde la política es una extensión de lo que una élite decide para ella. A riesgo de repetir como un loro siempre la misma hipótesis, toda vez que la sociedad no tome conocimiento de que se le ha vendido como existente una democracia que solo existe en los papeles, jamás le será posible movilizar un cambio en las estructuras del poder a nivel nacional. ¿De qué sirve hablar de independencia, soberanía y justicia cuando cada una de esas banderas resultan cuentos chinos a las mayorías y han resultado completamente vaciadas de contenido en el discurso de las minorías intensas? ¿En qué nos afecta que gobierne tal o cual individuo cuando se nos ha convencido de que democracia no es un gobierno del pueblo que defienda el interés popular, sino el mero, repetitivo y hartante ejercicio del sufragio año tras año, en elecciones donde gane quien gane siempre son los de abajo los que pagan los platos rotos?
Pero también está el problema de la polarización artificial de la propia minoría intensa. Esta permanece fraccionada en compartimentos estancos y por lo tanto no existe debate posible cuando se privilegia el ruido por sobre los conceptos. La traslación de la lógica del “aguante” futbolístico desde el deporte hacia la arena política impide la presentación de argumentos rebatibles o sostenibles y por lo tanto, impide de plano el arribo a acuerdos mínimos que justifiquen un debate. De hecho, es el deber de cada militante afirmar y reafirmar enfáticamente lo contrario a lo que sugiera el opositor independientemente del contenido de las premisas. Porque lo que importa no es el proyecto, es imponerse sobre el otro.
Así, la intervención del Estado para regular las libertades individuales, por ejemplo, es indeseable cuando la afirme el otro y de lo más natural cuando la afirme uno, más allá de los supuestos contenidos ideológicos que defienda cada bando. Si el bando A defiende un día la libertad de abortar o practicar la eutanasia, por ejemplo, al día siguiente podrá defender que el Estado obligue a los sujetos a inyectarse sustancias experimentales bajo el argumento de la salud pública o bien que restrinja la circulación de las personas para evitar la propagación de un virus. Es una postura que un día es liberal y al día siguiente es intervencionista sin que quienes la defienden se detengan por un momento a detectar la contradicción flagrante.

Sólo me confirma el pensar distinto a vos
Lo mismo puede afirmarse del bando opuesto, que un día puede estar a favor de la venta de bebés o de órganos y al día siguiente declararse enfáticamente en contra del aborto o la eutanasia. No importa el contenido de las premisas, solo interesa afirmarse a favor de todo aquello de lo que el opositor se afirme en contra, y viceversa, ad infinitum. Si la regla básica de la discusión política consiste en oponerse sistemáticamente, ¿de qué serviría plantear un debate? No tiene sentido, en este estado de cosas, “debatir” es sinónimo de afirmar exactamente lo contrario a lo que afirme el otro, a los gritos y con cuantos insultos y chicanas de mal gusto se pueda, porque el objeto del “debate” político es dejar al otro en ‘offside’ sin que sepa qué responder.
“Entró la bala”, “Falacia ad hominem”, “Falacia del hombre de paja” y poco más, con remates se cierra todo “debate” en un contexto en el que todos pretenden tener la razón pero no se detienen a pensar en lo que defienden, si esto efectivamente significa un proyecto político capaz de garantizarles felicidad y progreso. En el medio, perdidos entre el ruido ambiente, se encuentran esos pocos, poquísimos individuos que, perteneciendo a la minoría intensa politizada hacen el mínimo esfuerzo por correrse de la lógica impuesta de arriba hacia abajo del debate como sinónimo de la oposición y la chicana, para proponer ingenuamente ahora sí un debate real, sin comillas. Se trata, bien mirada la cosa, de la minoría dentro de la minoría intensa politizada y por lo tanto no mueve el amperímetro ni siquiera al interior de aquella. La mayoría ni registra su existencia, la minoría intensa no le presta atención por encontrarse ella misma atascada en la encerrona de su lógica binaria de oposición como sinónimo de hinchada.
Esta minoría dentro de la minoría, por tratarse de una fracción infinitesimal de la sociedad, es completamente inocua pero por un motivo distinto de la inocuidad propia de la minoría intensa binarizada. En el esquema platónico de la alegoría de la caverna, se trata de los pocos individuos que o bien han conseguido salir a la superficie o bien se encuentran por lo menos a las puertas de la anagnórisis, del reconocimiento mayéutico (es decir, ya no platónico sino socrático) de su propia ignorancia. Son los menos y por lo tanto son inocuos, pero no porque no sepan qué se deba hacer, sino porque no poseen los medios suficientes para ayudar a otros a descubrir que lo que consideran la realidad son sombras proyectadas en la pared y que el mundo real se encuentra afuera de la caverna.
La caverna es el otro

Es el peor estado posible de cosas. Lo peor que puede pasarle a un individuo politizado es descubrir la profundidad de su pequeñez, la contingencia de su propia existencia. Saber que uno no tiene a la mano ni lo tendrá jamás el manejo de nada más allá del hoy puede resultar abrumador y es por ello que muchos de los pocos integrantes de la minoría dentro de la minoría practican la negación a conciencia, con la única finalidad de no deprimirse ante su propia incapacidad de movilizar el cambio. Así, no es infrecuente que estos individuos persistan en su apoyo de candidatos políticos al interior del sistema republicano electoralista o bien propongan, como un mantra, “dar el debate”, “la batalla cultural” o la mar en coche con la finalidad de sacar algún que otro despistado de la caverna.
Lo que no advierten (lo que eligen no advertir para no caer en la depresión) es que existe solo una manera de abrir el debate político realmente y es a través de la conducción política, la que en ninguno de los espacios autopercibidos “opositores” el uno del otro, sea el “peronista”, sea el “gorila” genérico, se ejerce plenamente. Si el General Perón podía afirmar con autoridad que nuestro país era un país politizado pero sin cultura política fue porque él mismo condujo un proceso de politización de la sociedad de arriba hacia abajo, a lo largo de una década larga y de manera directa en la plaza, a través de cursos de formación política de cuadros intermedios y sobre todo a través de acciones de gobierno concretas que materializaron en realidades tangibles los principios doctrinarios propuestos en el discurso.
He ahí la diferencia y ahí está el motivo crucial por el que el debate es un mito en la actualidad, otro significante vacío. Para muestra sobra un botón: en su presidio de privilegio que la mantiene confinada a las cuatro paredes de su departamento en la Ciudad de Buenos Aires, la expresidenta Cristina Fernández ―de quien la militancia intensa se jacta de considerarla la “líder del Movimiento Nacional”― se limita a saludar por el balcón, completamente en silencio. No conduce, no habla, no dice, solo se deja ver. ¿Por qué no “da el debate” político desde los medios que sin lugar a dudas ella posee mucho más que cualquiera de nosotros, los politizados de a pie que no contamos con millones de seguidores en las redes sociales y no ocupamos los titulares de todos los medios nacionales cada vez que abrimos la boca?
La respuesta es descorazonadora, pero alguien la tiene que expresar: porque efectivamente el debate, el adoctrinamiento, la evangelización política de las mayorías no es un fin que la clase política argentina esté persiguiendo como lo perseguía Juan Perón. Podemos (debemos) seguir en este juego de cajas chinas jugando a gritar en el desierto, practicando el onanismo intelectual entre miembros de la minoría de la minoría, pero seguimos siendo inocuos a fines políticos. “Nunca es triste la verdad”, afirmó algún poeta catalán. “Lo que no tiene es remedio”.
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