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Rivales o enemigos

  • Foto del escritor: prensatiroalblanco
    prensatiroalblanco
  • 22 jun
  • 7 Min. de lectura

Por Rosario Meza

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Hace apenas semanas, una noticia recorrió titulares y suplementos deportivos de diversos medios locales y nacionales, generando toda clase de debates, comentarios y versiones contrapuestas. Según se afirmaba, las autoridades del club Newell’s Old Boys de la ciudad de Rosario habían sancionado a una media docena de niños de nueve años pertenecientes a las divisiones inferiores de la institución por haber pedido sacarse una foto con Ignacio Malcorra, miembro de la primera división del histórico rival de Newell’s, Rosario Central.


Días después, no obstante, el presidente del club negó las versiones que indicaban la aplicación de una “sanción ejemplar”, aunque aclaró que “Algunos padres quisieron sacar a los chicos del club porque recibían amenazas telefónicas, según ellos, de otros papás de la categoría”. La noticia estaba ya por entonces instalada en el debate en redes sociales e independientemente de la veracidad o falsedad de las versiones, lo cierto es que los comentarios en favor de la aplicación de las sanciones superaban ampliamente en número a aquellos que sostenían la locura en la actitud de castigar a niños que sueñan con ser futbolistas profesionales por pedir una foto a un futbolista profesional, más allá del color de la camiseta de cada uno.


“En Rosario vivimos el fútbol de otra manera”, decían los comentaristas. “No lo entenderían quienes no viven acá, para nosotros esto es la guerra y no respetar nuestros colores se considera un acto de traición. Al enemigo se lo combate”. El hecho de que los padres de los niños retratados en la fotografía de la discordia hubieran recibido toda clase de amenazas estaba, de acuerdo con esta lógica, perfectamente justificado por el “folclore” del fútbol que “es así”, “así lo vivimos nosotros”. Los colores se los respeta incluso aunque ello implique convertirse en un criminal.

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Todo por los colores

Se trata, como se ve, de un traslado al nivel de lo deportivo de una lógica impropia de ese ámbito y más bien perteneciente a la esfera bélica. Ver al rival como un enemigo a combatir implica la justificación explícita o implícita de todo acto irracional cometido en nombre de “los colores”, independientemente de su contenido y de sus consecuencias. Al fin y al cabo, el fin último del enfrentamiento en una guerra es la destrucción del otro, sea en una guerra defensiva de la propia soberanía, sea que persiga el sometimiento de otro pueblo.


El peligro de defender esa lógica es que nos coloca en un estado de “vale todo” en el que quien sostenga una actitud mesurada y considere al rival como eso mismo, un rival en una contienda deportiva, será visto con suspicacia como un tibio que pretende quedar bien con Dios y con el diablo. Pero lo cierto es que se trata de una lógica perniciosa, porque se sabe dónde comienza pero no se sabe dónde termina.

Uno puede estar muy seguro de no ser un “cabeza de termo” capaz de cometer toda clase de estupideces en nombre de los colores, pero no puede poner las manos en el fuego por lo que hará el de enfrente. Castigar a unos niños retirándoles las becas de un club, amenazar a los padres, agarrarse a las piñas con el cuñado o pelearse con la mujer por defender otros colores son apenas algunas de las manifestaciones posibles de esa lógica de amigo/enemigo que no se traduce en otra cosa que en odio y violencia. Si a uno puede que las cargadas le resulten jocosas, a otro puede moverlo a sentimientos más irracionales y generarle reacciones fuera de escala que supuestamente en el discurso no se justifican pero que sí vienen implícitas por el argumento del “folclore” y de que “nosotros lo vivimos así”.


Claro, es nuestra cultura. ¿A quién se le puede ocurrir criticar un aspecto tan íntimamente ligado a nuestra cultura? Los argentinos respiramos fútbol y sudamos fútbol por los poros. El fútbol está en nuestra sangre, es la amalgama social y forma parte de la música, el arte y el refranero popular. No se puede pensar en la sociedad argentina sin hacer referencia al fútbol. No al juego sino al todo: el ritual de mirar en familia el partido los domingos después del almuerzo es una cosa inescindible del ser nacional, el honor de heredarle a un hijo la pertenencia al propio club a menudo resulta para un padre más importante que heredarle el apellido.


No es en sí la pasión lo que resulta pernicioso, de hecho el ámbito deportivo es un catalizador de las tensiones sociales tan legítimo como cualquiera. Es la radicalización de los discursos la que resulta en consecuencias imprevistas y difíciles de manejar en contextos en los que esas tensiones resultan agobiantes a la mayoría de la población. Si una cargada futbolística se traduce en un juego verbal de ida y vuelta entre personas racionales y en condiciones normales de presión y temperatura, con la chanza y el sentido del humor mediando entre las partes, la misma cargada puede resultar una provocación innecesaria en contextos de agitación social.


Pero además, el fútbol es entre las cosas que no importan la más importante de todas. Mientras dura el juego vale todo, desde las burlas y silbidos hasta los gestos obscenos, el llanto y la risa. Pero una vez terminado el partido, ese ámbito de sublimación de la propia animalidad debe darse por terminado para abrir paso a la racionalidad propia del ser humano. En ese sentido, la máxima comúnmente pronunciada por los de a pie en tiempos electorales, que afirma que “gane quien gane yo igual mañana tengo que seguir yendo a trabajar” es doblemente válida tratándose de fútbol.


Porque así el propio equipo pierda, el laburante deberá asistir en horario a su lugar de trabajo, no existe la licencia por partido perdido. Pero tampoco existe la repartija de premios en el caso de la victoria. Si los jugadores profesionales perciben ingresos millonarios, son miembros eminentes de sus comunidades y gozan de toda clase de prerrogativas y privilegios en virtud de su calidad de ídolos, a los trabajadores de a pie no les cambia en nada la vida el ganar o perder a la pelota… O mejor dicho, el que el equipo a cuya simpatía suscriben gane.


El enemigo en la política

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Lo paradójico del caso es que de hecho en la política también se cumple la premisa, incluso aunque esta se les atribuya a los despolitizados que “no la ven”. Es irrefutablemente cierto, si los futbolistas siguen siendo millonarios después de perder y los trabajadores siguen siendo pobres luego de haber ganado, de la misma manera sucede en la práctica con los miembros encumbrados de la clase política. Es apenas necesario despojarse por un momento de las anteojeras ideológicas para percibir que en la realidad política sí existe el enemigo, pero no es quien se nos señala como tal.


Mientras a nivel del suelo los trabajadores se enfrentan en luchas encarnizadas alrededor de la defensa de colores políticos que ya hace mucho dejaron de representar intereses y modelos contrapuestos, a nivel de las cúpulas visibles, ejecutoras del plan de sometimiento y colonización de nuestro país, las peleas son más que nada tribuneadas y chicanas mientras los líderes no tienen problemas en juntarse a tomar el té en embajadas o recibir en sus despachos a generales de ejércitos extranjeros. Mientras, el verdadero enemigo permanece oculto y el proceso de recolonización de nuestro país sigue su curso sin que exista en rigor de verdad una oposición real que lo cuestione.


El traslado de la lógica del amigo/enemigo desde la guerra hacia la cotidianidad tiene esa capacidad de excitar reacciones intensas y nublar la capacidad de razonamiento, precisamente lo que el poderoso necesita para que nadie logre ver el mecanismo. Sin embargo, bien mirada la cosa, un hincha de Rosario Central tiene mucho más en común con un hincha de Newell’s Old Boys de lo que la barrera ideológica le permite ver, de la misma manera que un peronista genérico de a pie tiene mucho más en común con un gorila genérico de a pie que con Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri o el presidente de la Sociedad Rural.


Pero esa es una realidad que se oculta, porque posee un carácter peligroso. En el fondo, el peronista y el gorila desean la misma cosa: trabajar, estudiar, progresar en familia y llegar a ancianos en paz, habiendo sido capaces de heredar a los hijos alguna propiedad y una vida de bienestar. La paz mental, la armonía espiritual y la concordia en la comunidad. El peronista y el gorila quieren que su mayor temor lo constituya que su equipo pierda el domingo, que su cuñado lo llene de memes y cargadas y que su hijo salga del cuadro de la contra.


Los argentinos de a pie, una vez depurados del veneno ideológico que les distorsiona la percepción de la realidad, desean todos lo mismo y comparten un interés por el bienestar general. Y esa verdad es en sí misma peligrosa porque el primer paso hacia el surgimiento del germen de un proceso de insubordinación popular es el reconocimiento de que el prójimo no es enemigo. No existe enemistad entre individuos de la misma clase y con los mismos intereses, por eso la división vertical entre izquierdas, centros y derechas no es otra cosa que una farsa. A lo sumo pueden existir disidencias, nunca una enemistad.


Si en un sentido debiera de promoverse el reconocimiento de un enemigo es en sentido vertical, los de arriba son el enemigo de los de a pie porque desean para sí el acaparamiento de toda la riqueza y todo el poder. El enemigo declarado de los de a pie son los agentes de la antipatria, llámeseles la sinarquía internacional que denunció Perón, los poderes concentrados que decía combatir el kirchnerismo o la oligarquía financiera internacional. Los nombres no interesan, lo importante es que el reconocimiento de ese enemigo, el que por monopolizar la opinión mediática se oculta y promueve toda clase de divisiones al interior de la sociedad.


La vieja premisa de que si entre hermanos se pelean los devoran los de afuera, fundamento íntimo de nuestro ser nacional, se diluye ante el poder incuestionado de una clase dominante capaz de atizar microguerras subversivas disolventes de la comunidad. Mientras los de a pie dejamos de hablar con nuestros amigos y parientes por defender los colores de una camiseta futbolística o politiquera, el proceso de entrega y desmantelamiento de nuestra soberanía cristaliza sin que siquiera seamos capaces de observar que está sucediendo a nuestras espaldas.

 
 
 

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