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Algunos apuntes críticos sobre Cometierra

Foto del escritor: prensatiroalblancoprensatiroalblanco

Por Emilia Carabajal *


Escrito por Dolores Reyes y publicado en 2019, el libro Cometierra ha sido muy comentado y discutido las últimas semanas. Se trata de una novela situada en el conurbano bonaerense, cuya protagonista y narradora tiene el don de saber sobre el destino de personas muertas o perdidas. Para ello, necesita comer tierra de un lugar donde esas personas han estado. Desde este año, la obra forma parte de la colección Identidades Bonaerenses, compuesta por libros de autores de la provincia de Buenos Aires y distribuida en escuelas secundarias del mismo lugar. 


La inclusión de Cometierra y otros libros en esta colección fue cuestionada por un sector de la derecha, con la vicepresidenta Villarruel a la cabeza: con el argumento de que se trata de un libro “pornográfico” (sic.), afirmaron que no es adecuado para los alumnos y objetaron su lectura en las aulas. Ante este ataque, muchos escritores, docentes, funcionarios de la provincia y personalidades de la cultura se manifestaron a favor de la circulación del libro en las escuelas. 


Esta defensa, a la que adhiero, estuvo muchas veces acompañada de dos elementos de los cuales discrepo: el foco puesto en la reivindicación de la autora ante la supuesta censura sufrida, cuando en realidad el ataque reaccionario tuvo como principales blancos a los funcionarios y docentes bonaerenses; y los elogios a Cometierra por su calidad literaria. 


Voy a centrarme en la segunda discrepancia, es decir, en las razones por las que no me gustó la novela. En todas ellas hay un denominador común: la superficialidad. 


Este rasgo se hace evidente en la profusión de lugares comunes sobre el conurbano, sin que se haga con ellos nada interesante: ni cuestionarlos, ni renovarlos ni llevarlos al extremo. Hay en Cometierra una copiosa mención de lugares, personajes y actividades coincidentes con un imaginario anquilosado sobre los suburbios pobres bonaerenses: boliches que funcionan en un galpón, calles de tierra, vendedores ambulantes a caballo, templo evangélico, cultos de origen afrobrasileño, deserción escolar, enfrentamientos cuchillo en mano, homicidios, menores abandonados, ferias, cumbia, cerveza. De hecho, la protagonista y narradora aúna muchas de las características que, desde ese imaginario cristalizado pero con pretensiones políticamente correctas, se supone debería tener una adolescente bonaerense pobre: no estudia ni trabaja, no manifiesta interés por casi nada salvo la música y los videojuegos, muestra un rechazo por la policía y por las personas pudientes pero tiene buenos sentimientos.


La proliferación de tantos elementos genera una imagen trillada y carente de reelaboración: no hay un cuestionamiento de esos elementos, ni se los lleva a un extremo tal que resulten perturbadores o irónicos. Por el contrario, los motivos conurbanos siempre se mantienen dentro de los límites ya establecidos por el estereotipo. 


El recurso parece forzado. Cada vez que la narradora va a un lugar, lo describe, y siempre lo hace mencionando elementos fácilmente reconocibles, si no clichés: “A los costados del terreno había un alambrado como de cancha de fútbol, pero adelante, en la entrada, solo habían puesto tres líneas de alambre flaco entre unos postes. La casita estaba en el medio así que se veía todo. Yo cada tanto relojeaba a ver si venía la doña”. Surge así la impresión de que, antes que responder a cualquier otra necesidad narrativa –señalar una emoción del personaje, presentar un elemento que luego será importante para la resolución de la historia, etc.—, la razón principal por la que existen esas descripciones es la de reforzar cierta imagen del conurbano. 


En ese ambiente creado dentro de los límites del realismo más convencional, lo sobrenatural irrumpe. Podría esperarse que esa irrupción provocara algún efecto potente; sin embargo, solo afecta al texto en un nivel también superficial: permite el avance de la historia, pero no genera un ambiente ni suscita preguntas.

No existen el extrañamiento ni la vacilación propios del género fantástico: los poderes de la protagonista nunca se ponen en duda, tampoco suelen generar asombro. A lo sumo, los personajes sienten miedo por lo que las visiones pueden mostrar, pero no parecen perturbados por la existencia misma de una tierra capaz de comunicar cosas terribles. 


Esa cierta familiaridad con la que se asume lo sobrenatural emparenta a la novela con el realismo mágico. Sin embargo, no hay aquí, como en otros textos de ese género, un contraste claramente marcado entre la excepcionalidad de los hechos narrados y la naturalidad con que los personajes los asumen.  Doy algunos ejemplos: si una mujer corta cebollas como si nada mientras ve que un hombre levanta vuelo, como en Un señor muy viejo con unas alas enormes; u otra mujer, cuando se le aparece su marido muerto, lo saluda como si él volviera de un viaje, como en Doña Flor y sus dos maridos; o si un joven recién llegado a un pueblo se hospeda en la casa de una muerta que lo invita a comer y acostarse, como en Pedro Páramo, entonces hay allí un contrapunto deliberado entre el prodigio que ocurre y la cotidianidad con la que se vive, y ese contrapunto genera en la lectura un efecto de sorpresa, misterio, perturbación o hilaridad. En Cometierra no ocurre algo así. La naturalidad con que los personajes experimentan lo sobrenatural no está puesta en relieve. Más bien, esa naturalidad simplemente existe, se da por sentada. 


Es decir, la incorporación de lo extraordinario en un ambiente realista no produce ningún efecto literario. Por el contrario, se trata de una inclusión mecánica, meramente funcional: contribuye al progreso de la trama; los personajes actúan en función de la información que obtienen por medios sobrenaturales, pero de la existencia misma de lo sobrenatural no deviene ningún planteo interesante. Podría decirse, entonces, que en Cometierra la presencia de lo prodigioso es meramente informativa, y otro tanto podría decirse de la novela misma.


El predominio de lo informativo por sobre cualquier otro propósito –generar un clima, sugerir algo, plantear una contradicción— no solo se hace evidente en la ya mencionada abundancia de descripciones compuestas por elementos fácilmente reconocibles; también aparece en la construcción de la voz narradora. 

Se encuentra aquí otro rasgo de superficialidad: la adopción de un narrador en primera persona que constituye solamente una convención. Podría suponerse que la presencia de un relator protagonista apunta a darle al relato un tono íntimo o vivencial. Sin embargo, la novela no explota las posibilidades que esta voz ofrece: es decir, no se crea un punto de vista particular, ni una narración marcada por los tiempos, los vaivenes e incluso las contradicciones del pensamiento y la experiencia individuales.


Por el contrario, muchos de los rasgos de la voz relatora se parecen a los de un clásico narrador omnisciente: descripciones predominantemente objetivas; adopción de un tiempo casi siempre cronológico; exposiciones claras, explícitas y lógicamente ordenadas. La protagonista cuenta su historia en pasado, desde una distancia temporal indeterminada pero que podríamos imaginar corta, por el registro adolescente que aún maneja. Sin embargo, a pesar de los hechos terribles que relata y de la cercanía de esos hechos, todo lo cuenta, como ya señalé, de forma ordenada: casi no hay saltos temporales ni cambios abruptos de tema o registro; la prolijidad de la sintaxis –en la que me detendré luego— está más cercana a la de la composición escolar que a la evocación del espanto.

De hecho, antes que hablar, actuar o sugerir, la narradora de Cometierra explica. No deja a los lectores la posibilidad de imaginar o inferir cosas sobre ella. Si los lectores nos enteramos de que está triste, es porque ella dice que está triste; si sabemos que siente emociones encontradas, es porque dice que las siente: 


… y pensé en la última vez que lo había visto a mi viejo destapando una birra.

Pensar eso me dolió. Con bronca, metí todo junto en la lata.

Yo le di la mano y, cuando me la agarró, sí pareció que se iba a poner a llorar. Me dio pena. No sé si por ella, o por lo que le habían hecho a María, o por mi mamá, o por la Florensia, o por la novia del Walter, o por mí. Lástima de todas juntas. Una tristeza enorme. 


Abundan las palabras que explicitan los estados anímicos. Nada se sugiere, nada se dice a medias, de casi nada nos enteramos solamente por las acciones del personaje ni por su tono. 


A lo dicho hasta ahora se le podría objetar que el estilo coloquial de la novela le otorga vitalidad y originalidad a la voz narradora. Sin embargo, la recreación de la oralidad es también simplista, pues afecta casi exclusivamente al vocabulario:  consiste fundamentalmente en la incorporación de algunos términos (doña, pibe, birra, etc.). Salvo la inclusión del artículo antes de algunos nombres propios, hay pocos giros característicos de la lengua hablada en la sintaxis: el orden de las palabras en las oraciones y la forma en que estas se combinan suenan más cercanos al discurso escrito. 


Asimismo, la corrección en el uso de los tiempos verbales por momentos resulta artificial: por ejemplo, abundan el imperfecto subjuntivo y el condicional con sentido de futuro en el discurso indirecto, poco frecuentes en el habla rioplatense: “Entonces mi hermano sacó una pila de billetes del bolsillo y se la dio y ellos repitieron que se encargarían, que para eso estaban los amigos, que irían y volverían rápido y que enseguida lo ayudarían a cambiar el tanque”; “El Walter me decía que ya estaba, que el tipo se había ido, […], que no saliera, que volviera a jugar, a escuchar música, que él se iba a encargar de todo”. 

Si se explotara más, la tensión entre un vocabulario coloquial y una morfosintaxis puntillosa podría ser interesante. A lo mejor, el uso de un vocabulario que de tan coloquial se volviera opaco y de una sintaxis que de tan trabajada se volviera barroca produciría un contrapunto atractivo. Sin embargo, no es el caso. El léxico siempre se mantiene dentro de los límites de lo legible para un hablante rioplatense estándar: no hay palabras propias del habla adolescente o popular que el resto quizá desconozca. La gramática, por su parte, es prolija en un sentido escolar: respetuosa de la normativa, mas nunca abigarrada. De este modo, ni la coloquialidad del vocabulario ni la floritura sintáctica se llevan más allá de los límites de la fácil legibilidad y las convenciones de un estilo realista, de modo que el contraste no se percibe como una antítesis sino como una inconsistencia.


Podría señalarse que sí hay un contraste definido, claramente intencional, entre lo coloquial y lo poético. No obstante, la asunción del lirismo también es liviana, consistente en la incorporación de frases, metáforas, imágenes y comparaciones esperables, lugares comunes de lo supuestamente poético: 

Mamá, vas al agujero en una tela que es casi un trapo. ¿Quién va a hablarme ahora? Sin vos no soy nada, no quiero ser. ¿La tierra va a hablarme? Si ya me habló: 

La sacudieron. Veo los golpes aunque no los sienta. La furia de los puños hundiéndose como pozos en la carne. Veo a papá, manos iguales a mis manos, brazos fuertes para el puño, que se enganchó en tu corazón y en tu carne como un anzuelo. Y algo, como un río, que empieza a irse.

Morirte, mamá, y cortarte fresca de nosotros dos.


Todas las combinaciones de palabras resultan predecibles: los puños son furiosos; los brazos, fuertes; el anzuelo se engancha y el río se va. Nótense también los lugares comunes ante la muerte: la desazón de un deudo expresada en “Sin vos no soy nada”, o la comparación de la muerte de una persona joven con un fruto que se corta antes de tiempo. 


En conclusión, todos los rasgos más notorios de Cometierra –la representación realista del conurbano, la presencia de lo sobrenatural, el narrador en primera persona, el tono coloquial, la inclusión de lo poético—resultan superficiales. Todas las contradicciones –es decir, todos los elementos interesantes— quedan a mitad de camino. Lo mismo podría decirse de otras situaciones planteadas en la novela: las simultáneas atracción y repulsión del personaje al comer tierra; el amor hacia su padre, aun sabiéndolo asesino de la madre de ella; el deseo y el afecto hacia un hombre cuyo trabajo de policía ella desprecia; la tensión entre el sentimiento de deber hacia quienes necesitan de su ayuda y el deseo de vivir una vida propia–que aparece en la comida, los juegos, la música, el sexo—, todo eso o bien se menciona y después pasa al olvido, o bien se resuelve con ligereza.  Al contrario de su protagonista, que remueve la tierra e indaga en ella, la novela se queda a ras del suelo.  


Desde luego, estaría bien defender a la autora del libro si sufriera un ataque grave o intentos de censura –cosa que no ha ocurrido—. Desde luego, está bien defender el derecho de los funcionarios y los docentes bonaerenses a incluir el libro en el currículo sin por ello ser tratados de delincuentes –cosa que sí ocurrió—. Ahora bien, ninguna de esas cuestiones –que son de los órdenes moral y político—le da al libro méritos estéticos. 


*Licenciada en Letras, poeta, docente

 
 
 

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